Análisis: La culpa compartida de las caídas

Imagen de la caída de Ewan y Sagan

Nicolás Van Looy / Ciclo21

El mayor error que se puede cometer a la hora de analizar los motivos por los que este arranque del Tour de Francia –no tan distinto a otros tantos Grand Départ– está siendo tan accidentado es caer en el simplismo. En señalar únicamente a un responsable. Cada cual es muy libre de cargar con mayor o menor parte del peso de esta circunstancia a unos u otros, pero lo cierto es que organizador, ciclistas, equipos, UCI e, incluso, el propio público deberían hacer propósito de enmienda y mirarse un momento al ombligo antes de cargar la pistola y disparar hacia los demás.

Hay quien carga, en su derecho está, contra los grandes protagonistas de la carrera y, en última instancia, mayores damnificados de esta situación: los ciclistas. En un discurso que se lleva repitiendo desde que el mundo es mundo y, en el ciclismo, desde que la segunda generación de corredores llegó para dar el relevo a los pioneros, los más veteranos del pelotón lamentan la fogosidad y el poco respeto por la jerarquía establecida por parte de los recién llegados.

 

El problema de este discurso es que, en parte, los corredores que hoy en día soplan, por decir, más de 30 años en sus tartas de cumpleaños, han olvidado que los hoy en día cincuentones ya decían lo mismo de ellos y los sexagenarios hacían lo propio con estos… y así, hasta el primer Tour.

Dicen algunos que los ciclistas hoy en día se han olvidado de que llevan frenos en sus bicicletas. Que apuran demasiado y que, a pesar de ser plenamente conscientes de los peligros de la carretera y de la imposibilidad de que todos quepan por un mismo sitio en el mismo momento, ninguno está dispuesto a dar su brazo a torcer. Y puede que eso sea verdad. Otra cosa muy distinta, y no hay espacio ahora para analizarlo, es desentrañar porqué ocurre eso.

También los hay que cargan contra la CPA, la asociación de corredores que preside el italiano Gianni Bugno y de la que la mayoría sólo se acuerda, como con Santa Bárbara, cuando truena. Alegan, los que así opinan, dejación de funciones por parte del mal llamado sindicato que debe velar por los intereses de su colectivo y que es su obligación inspeccionar el recorrido de las carreras cuando estas se presentan y no sólo unas horas antes de darse la salida y, por lo tanto, cuando cualquier intento de arreglar las cosas ya va a generar una gran polémica.

Tampoco falta quien considera a la patronal, esto es, los equipos, como el origen de todos los males. Estructuras, alegan, que sólo se preocupan del bienestar de sus empleados cuando las cosas se han torcido del todo. Cuando el interesado ya rueda por los suelos con huesos rotos o la piel cortada. Empresas, dicen, que únicamente se llevan las manos a la cabeza por el fastidio que supone quedarse sin un efectivo en carrera y no tanto por una preocupación honda y sincera por su salud.

Muchos dedos se dirigen a la planta noble de la UCI, ese estamento que se coloca a sí mismo en una posición extrañamente incómoda mostrando una enorme preocupación por cuestiones como la altura de unos calcetines, el peso de una bicicleta, la postura de un corredor o un quítame aquí este bidón, pero cuyo presidente, henchido de orgullo al ver llegar la Grande Boucle a su ciudad natal no duda en asegurar, cuando el ambiente está más que caldeado –con o sin razón, que eso es otra cuestión–, que “ahora el ciclismo es simplemente ciclismo” y que “la mayo.

Lo del público –me permitirán que aquí, en este contexto, use ese término y no el de aficionado– es otro cantar. Hace años el Tour realizó su Grand Départ desde Yorkshire (Reino Unido) con un éxito de asistencia a las cunetas indiscutible. Esa enorme afluencia y el ya extendidísimo uso de los teléfonos móviles con cámaras, provocó no pocas situaciones de peligro cuando parte del público anteponía el selfie al aplauso. Por aquel entonces, fueron muchos los que adujeron que los británicos, un país tradicionalmente ajeno al ciclismo en ruta en comparación con las naciones más tradicionales, no tenían esa cultura del verdadero aficionado.

Sin embargo, el tiempo ha demostrado que tontos, como las meigas, haylos en todas las latitudes. La última, la famosa señora del chubasquero amarillo y el cartelito que no sólo provocó una escabechina importante, sino que, además, se dio a la fuga –como es tan tristemente usual cuando hablamos de atropellos– para evitar tener que responder por su acción. Y como haberlos haylos y el mayor atractivo del ciclismo radica, precisamente, en esa cercanía entre público y deportista, esta es la pata del banco que peor arreglo tiene.

Y por último, pero no menos importante, tenemos a los organizadores, señalados también por muchos como responsables últimos del diseño de los recorridos que, en parte, pueden provocar situaciones de alto riesgo. ASO, como cualquier otro organizador, tiene la difícil papeleta –menos complicada, es verdad, con el Tour que todo el mundo quiere tener cerca– de vender, literalmente, las salidas y llegadas de sus etapas a los alcaldes y gobiernos zonales.

Son inversiones millonarias que, evidentemente, pasan por meter al pelotón en el centro mismo de las ciudades, una fórmula virtualmente incompatible con los estándares de seguridad que dicta el sentido común. La cuadratura del círculo, claro está, es complicada; pero no imposible. Cada organizador conoce, perfectamente, la idiosincrasia de su carrera y, por lo tanto, los peligros que suponen tomar una u otra decisión en cada fase de la misma.

Con todos estos ingredientes, lo que parece claro es que cada cual debería, antes de matar al vecino, hacer un sincero ejercicio de autocrítica y, haciendo una interpretación libre del presidente Kennedy, pensar aquello de qué puedo hacer yo por mejorar la seguridad y no qué pueden hacer los demás.

Todo lo demás, y perdón por la escatológica metáfora, es lanzar un buen montón de mierda al ventilador. Los trozos, claro está, acabarán salpicando al resto de actores, pero el que lo tire también tiene que ser consciente y, por lo tanto, aceptar, que el resultado final es que él también olerá bastante mal al final del día.

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