Bradley Wiggins, well done Sir

Sir Bradley Wiggins

La victoria en el Tour de Francia de 2012 es su mayor logro en la ruta

Sólo puedo decir que realmente admiro a Bradley Wiggins por intentar hacer algo así. Esto demuestra lo grande que es la París-Roubaix

Tom Boonen, enero de 2015, a Ciclo 21

Nicolás Van Looy / Ciclo21

El hecho de nacer en Gante, corazón de la Bélgica flamenca y ciclista, podría tener algo que ver. Quizás. Hay un dicho, muy castellano, que reza aquello de que “uno es de donde pace y no de donde nace”. Bradley Wiggins pació en Kilburn, Londres, Reino Unido, donde el ciclismo, al menos en aquella época, no era, ni mucho menos, un deporte popular. Con dos añitos y abandonados por el padre de familia, un mediocre ciclista australiano responsable del lugar de nacimiento del hijo, Linda y su hijo regresaron a la tierra de ella.

Allí, de nuevo en la Pérfida Albión, Wiggins se decantó por el fútbol. Soñaba, quizá, en ser estrella del Arsenal mientras asistía a los partidos de los Spurs a los que idolatraban sus amigos. Con doce años, seguramente, vivió muy ajeno a la interpretación de ‘El Mediterráneo’ de la Fura dels Baus, del ‘Sou Benvinguts’ de Montserrat Caballé y Josep Carreras, del ‘Hola’ dibujado en el césped, de las lágrimas de una Infanta de España al ver al abanderado de su país, de la entrada al estadio de Epi y el certero flechazo con el que Antonio Rebollo encendió el pebetero olímpico en el Estadio de Montjuic. Aquello sucedió el 25 de julio de 1992. Sólo dos días más tarde su madre, explicándole que aquello era lo que en su momento hacía también su padre, le hizo ver la final de la persecución en la que un tal Chris Boardman se llevó el oro con récord del mundo incluido. Y, como si Rebollo hubiese lanzado una nueva flecha desde el centro mismo del velódromo de Horta, Bradley Wiggins se enamoró del ciclismo. Se enamoró del olimpismo. No se separó de la televisión durante las dos semanas siguientes. Y en su cabecita, sin que él lo supiese, comenzó a fraguarse el futuro de este fenómeno.

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Wiggins es CBE desde 2008

La A312 es hoy en día una autopista colapsada. Dominada por el tráfico rodado. Pero en 1992 todavía no había sido inaugurada y a alguien se le ocurrió que, ya que estaba casi terminada, se podría celebrar allí una carrera ciclista. La primera a la que se apuntó Wiggins. 12 años. Eso fue antes de romperse la clavícula en una accidente y utilizar las mil libras esterlinas que le quedaron para él de la indemnización (le dio 700 a su madre) para comprarse su primera bicicleta de carreras. “Voy a ser Campeón Olímpico. Voy a ser Campeón del Mundo. Voy a llevar el maillot amarillo en el Tour”. Resuelto, así se lo aseguró a uno de sus profesores. Repetimos, 12 años.

A los 16 años ya se colgó su primera medalla de auténtica relevancia. El oro en los nacionales británicos del kilómetro, lo que le valió la plaza para entrenar los fines de semana con el combinado nacional en el velódromo de Manchester. Un año más tarde, en 1997, fue el único representante que Gran Bretaña metió en el Mundial junior de pista celebrado en Ciudad del Cabo, acabando 16º en la persecución individual y cuarto en puntuación.

Un año más tarde, con 18 años recién cumplidos, el mundo cambió para él. En Cuba se enfundó el arcoíris junior de los 3 kilómetros. Todavía con el jet lag en el cuerpo, revalidó su título nacional una semana más tarde y se ganó una plaza para representar a su país en los Juegos de la Commonwealth, llevándose allí la plata en la persecución por equipos, su primera medalla senior, lo que le sirvió para ganarse una beca de 20.000 libras anuales como deportista a tiempo completo.

Así empezó la historia de un hombre que el próximo domingo cerrará su paso por la ruta. Un periplo que comenzó en 2001 en el modestísimo Linda McCartney y que llegó a su punto álgido en el mes de julio de 2012 cuando se subió, amarillo impoluto, a lo más alto del podio de los Campos Elíseos de París. Sólo faltaba, por aquel entonces, una parte de la promesa que aquel niño de doce años le hizo a su profesor de dibujo. Había sido Campeón Olímpico de persecución individual en 2004 y 2008 y por equipos en 2008. Había vestido el amarillo del Tour. Había ganado varios arcoíris en la pista. Sólo faltaba un arcoíris en la ruta y ese llegó a finales del pasado año. En Ponferrada, donde fue el mejor en la prueba contrarreloj.

Pero en ese momento, la idea fijada en la cabeza del ya Sir Bradley Wiggins (fue nombrado Comandante del Imperio Británico el día 31 de diciembre de 2008) era otra. Era un adiós por todo lo alto. Era cerrar el círculo de su paso por la ruta (que no de su despedida del ciclismo como algunos medios erróneamente han asegurado) de la manera más poética posible: ganando en el velódromo más famoso de la carretera.

Lleva año y medio rumiando la idea. Preparándose para el reto. Ganar la París-Roubaix. Si el domingo entrara triunfante en el velódromo de Roubaix, se convertiría en el primer vencedor del Tour de Francia que lo consigue desde que en 1981 lo hiciera Bernard Hinault echando pestes de una carrera a la que jamás volvería. Eddy Merck, que algo sabe de esto, sigue manteniendo que es el gran favorito. El único, incluso.

Lo único seguro a día de hoy es que el domingo, a eso de las cinco de la tarde, tras una ducha en las infames instalaciones del vetusto velódromo del norte de Francia, la ruta dirá adiós a uno de sus mejores y más peculiares corredores de la última década. El hombre que salió de la pista para cumplir una promesa volverá a ella para agrandar su leyenda. Si ese profesor de dibujo tuviese que darle algún mensaje ahora, a buen seguro que sería un rotundo “well done, Sir”.

Sería una victoria que calificaría incluso como más importante que la del Tour de 2012”.

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