Machado: Cuando la grandeza se viste de fracaso

El portugués, tras caerse © twitter

El portugués, tras caerse © twitter

Nicolás Van Looy / Ciclo 21

Llegar el último a la línea de meta. Fuera de control. Incapaz de seguir el ritmo del resto de los rivales. Sin ritmo. Un fracaso absoluto. Una vergüenza. Así llegó el portugués Tiago Machado a la Planche des Belles Filles. Sin chicas bellas que le esperasen. Sin glamour. Sin Grandeur, que dirían los franceses. Pero no, no se equivoquen. El de Vila Nova de Famalicão, que se plantó en la cima donde Vincenzo Nibali afianzó un poco más su liderato casi tres cuartos de hora más tarde que el italiano, protagonizó, seguramente, una de las mayores gestas que podrá alcanzar durante su carrera deportiva. Y lo hizo porque las grandes páginas del ciclismo se escriben con sudor, pero, sobre todo, con sangre y lágrimas.

Sangre como la que empapaba el magullado cuerpo del portugués. Lágrimas como las que no pudo reprimir, exhausto, al cruzar la línea de meta y confirmar lo irremediable: estaba fuera de carrera. Pero lo estaba desde mucho tiempo antes. Desde que impactara contra el suelo bajando el Petit Ballon.

Fue una caída dura. De las que dan miedo. En la ambulancia, tumbado en la camilla, todo estaba perdido. El Tour le dio por abandonado. Los médicos, preocupados por su salud, querían llevárselo de allí cuanto antes y dejarlo en un hospital para evaluar el alcance de sus lesiones. Pero Machado, todavía conmocionado por el enorme golpe y haciendo acopio de esas partes que han hecho famoso al caballo de Espartero, se negó. Bajó de la ambulancia. Se subió en una bicicleta nueva. Comenzó a pedalear y afrontó el centenar de kilómetros más duros y épicos de su vida.

Sabía el corredor y todo el staff del NetApp Endura que aquello era un viaje a ninguna parte. No sólo por las heridas que llenaban su cuerpo, sino porque el tiempo perdido a causa de las distintas atenciones que le dedicaron los galenos de la ronda francesa habían demorado demasiado como para que fuera humanamente posible llegar en tiempo y forma a la línea de meta.

Roto en la meta © facebook

Roto en la meta © facebook

Comenzó entonces la pesadilla del que, hasta ese momento, era tercero en la general del Tour de Francia. Casi nada. Completamente solo. Isolé, que dicen al norte de los Pirineos. Dolorido. Seguramente, hundido mentalmente al saber que la carrera estaba perdida. Pero, a pesar de todo, demostrando, una vez más, que los ciclistas son hombres de otra pasta. Gente capaz de caerse y rodar con la tibia rota. Personas que, sin objetivos más allá de demostrarse a sí mismos que la sangre no les puede parar, afrontan un calvario de 100 kilómetros con la entereza y la resignación del que se sabe vencido, pero quiere morir con honor.

Paró su equipo a Andreas Schillinger para que le acompañara en ese camino. Ambos, pedalada tras pedalada, no contactaron con el autobús de los descolgados. Rodaron siempre en dúo. Llegaron a la meta fuera de control y Machado lloró. Desconsolado y derrotado. Pero grande. Muy grande. Heroico. Respetado, que era lo único que sabía que podía ganarse ese día: el respeto de todo el mundo. Tanto es así que los jueces del Tour se dejaron llevar por el corazón, apartaron el reglamento de la mesa y readmitieron a Machado y a Schillinger en la carrera. Hoy, ambos descansarán. Mañana comprobaremos si el cuerpo del portugués aguanta otra etapa más.

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