Nibali, atado al mástil

Nibali

Vincenzo Nibali, en el pasado Tour de Francia

Nicolás Van Looy / Ciclo21

Vincenzo Nibali, último vencedor del Tour de Francia, está demostrando estos días algunas cosas. Seguramente, la más importante es su lealtad. Varias veces ha despachado sentirse muy molesto con las constantes dudas que sobre su persona se ciernen, pero pese a lo poco que puede ayudarle su vinculación con el Astana, ahí sigue el italiano. Cumpliendo con su contrato y su obligación. Defendiendo a sus compañeros y a sus directores. Daría la impresión de que tras cuatro casos que comprometen a toda la estructura del Astana y no sólo al equipo profesional, el barco estaría desmoronándose alrededor de un capitán que, como un Ulíses atado al mástil de proa, escucha los cantos de sirena que le llegan desde otros navíos, pero no tiene intención de cambiar el rumbo para evitar lo que, tal y como están las cosas, parece una colisión segura.

No parece este un símil demasiado absurdo. Ulíses, conocedor de lo que había sucedido en el pasado a otros navegantes atraídos por los bellísimos cantos de las sirenas, decidió tapar con cera los oídos de su tripulación, pero él quiso escuchar aquellos sonidos y pidió que le ataran al mástil de su navío y, por mucho que insistiera, que no le soltaran de allí. Nibali, por su parte, ya sabe lo que ha ocurrido en el pasado en situaciones similares. Lo vivió, recordemos, Alberto Contador en este mismo equipo. El madrileño quiso ser fiel, como ahora el italiano, y acabó estrellándose contra las rocas y perdiéndose un año el Tour por la sanción al conjunto kazajo.

El problema, sin embargo, va mucho más allá. Nibali es, quiera o no quiera, el mayor exponente del ciclismo hoy en día. Es el ganador en ejercicio del Tour de Francia y, por ello, el hombre más perseguido por prensa, aficionados, patrocinadores, etc… del mundillo. Todos quieren una foto con él. Un saludo. Una sonrisa. Un guiño. Pero eso incluye, en la misma factura, un altísimo grado de responsabilidad no sólo hacia sí mismo, sino también hacia todo el deporte.

Nadie tiene porqué dudar del italiano. Él jura y perjura que no ha hecho nunca nada malo y, mientras no exista evidencia en su contra, nadie debe (ni tiene el derecho) de dudar de su palabra. Pero la mujer del César, no sólo debe de ser honesta, sino también parecerlo y ahí es donde se equivoca Nibali. Está inmerso en lo que a todas luces parece una estructura podrida. Con el muy polémico Vinokourov a la cabeza (aunque no es el único equipo con un tramposo confeso al frente), su historia pasada y reciente está plagada de escándalos. Cuatro positivos en apenas unos meses son un lastre demasiado pesado como para poder aplicar la duda razonable a la escuadra. El final, tarde más o menos en llegar, parece inevitable teniendo en cuenta que el propio Brian Cookson, preguntado al respecto por este mismo medio [todavía no se conocía el positivo de Okishev], aseguraba que “no nos podemos permitir” la imagen que está dando el conjunto del último vencedor de Tour.

Otro aviso claro dado por Cookson en esa misma entrevista fue su intención de no permitir que ningún sancionado por dos años (el tiempo que tuvo que cumplir Vinokourov) o más por casos de dopaje pueda formar parte de la estructura de un equipo ciclista.

Nibali, debemos de decirlo claro, no ha dado motivos para dudar de él, pero sí todo su equipo. Al italiano le honra su compromiso con su patrocinador y los compañeros, directores, mecánicos y auxiliares que confiaron en él y en los que él confió para llevarle a lo más alto del ciclismo mundial. Pero también debe de pensar Nibali en su futuro y en el de toda esa gente seguro que honesta que está a su alrededor. Y en el futuro del ciclismo. Porque, tal y como ocurre en los adoquines embarrados, por muy limpio que uno esté en la línea de salida, al pasar sobre ellos es imposible no acabar manchado. De él depende necesitar sólo una pequeña ducha o algo más.

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