Zolder 2002, otro Mundial de sprinters para Cipollini

Cipollini imperial © Vos

Cipollini imperial © Vos

Ángel Olmedo Jiménez / Ciclo 21

Mucho, y casi todo malo, se había escrito sobre el recién disputado Mundial de Doha (Qatar) y que, quizá, solo gracias a la repetición del reinado del eslovaco Peter Sagan (un hombre llamado a engrandecer su palmarés con algún que otro entorchado del orbe, a poco que el recorrido le sea propicio), pueda dejarnos un regusto algo menos amargo.

En el fondo, y especialmente en la forma, los recorridos mundialísticos que se dirigen a los velocistas suelen causar en los aficionados cierta (por verdadera, no por términos cuantitativo) desazón. No en vano, el apasionado del ciclismo disfruta más cuando el terreno se presta a importantes batallas y a carreras estratégicas que, desde los primeros kilómetros, puedan ir dando novedades importantes para el desenlace de la prueba.

De este modo, y aunque pueda parecer un estereotipo, el Mundial es más Mundial (si se permite la reiteración) cuando se asemeja a las clásicas de primavera o, al menos, en aquellos supuestos en los que el trazado ofrece dificultades que favorezcan las emboscadas y la lucha continua.

No era el caso de Doha, desde luego, y llevábamos prácticamente catorce años sin sufrir un torneo para definir al mejor de los ciclistas del universo con tales características. Hablamos, en concreto, de la edición disputada en Zolder (Bélgica) en el año 2002, la que aupaba la competición a su quincuagésima novena presentación.

El recorrido planteado por la organización, contrariamente a lo ocurrido en tierras belgas, no requería traspasar ningún tipo de dificultad digna de mención; de ahí que todas las selecciones pusieran sus aspiraciones en los hombres más rápidos y lo cierto es que el espectro era de lo más nutrido.

Uno de las ruedas más buscadas era la del excéntrico italiano Mario Cipollini (Lucca, 1967). Y aunque las apuestas le daban como uno de los principales favoritos, no podía dormir con calma teniendo en cuenta que Alemania contaba con Erik Zabel, Australia con Robbie McEwen o España, que depositaba sus opciones, a carta cabal, en el cántabro Óscar Freire.

Freire eliminado

Freire eliminado

Muy poco (quizá nada) se puede narrar de aquel día. No hubo ataques en las postrimerías de la carrera. El férreo control dispuesto por las selecciones con intereses en la llegada masiva final (especialmente Alemania e Italia) impidió que los aventureros tuvieran presencia o protagonismo en la ejecución de la carrera.

Durante la prueba, lejanísimo, lo probaron el francés Christophe Moreau, un trío conformado por el otrora campeón del mundo Óskar Camenzind, el británico David Millar y el austriaco Peter Wrolich. A ninguno le permitieron obtener ventajas dignas de ser reseñadas.

También perseveraron otros hombres como Nicolas Jalabert y Fabian Cancellara. Sin éxito. Las alarmas se encendieron, si bien tímidamente, cuando un grupo de buenos “trotones”, conformado por Boonen, Museeuw, Astarloa, Dierckxsens, Konecny y Trenti se pusieron en cabeza con una exigua ventaja. No sirvió de nada. Los trenos funcionaron a las mil maravillas y la llegada masiva, como había sido presagiado desde muchos días antes, era la resolución ineludible.

Pero antes de llegar a meta, a los españoles se nos resquebrajó la ilusión cuando, en una toma de televisión a apenas dos kilómetros y medio de meta, se veía a Freire, la mayor aspiración patria, de pie en la calzada, mirando desilusionado y cabizbajo hacia atrás, a la espera de un coche de equipo que ya nada podría hacer. Los radios de su rueda delantera estaban rotos, fruto del choque con la de un integrante de la escuadra italiana. Se llegó a pensar que fue una maniobra planeada para evitar que el cántabro pudiera aguar la fiesta a Cipollini. Con todo, y llegado el momento de la verdad, Freire no pudo estar allí. Era lo único que contaba.

McEwen, Cipollini y Zabel © Cor Vos

McEwen, Cipollini y Zabel © Cor Vos

Un kilómetro antes una gran montonera había apartado a otros ciclistas de poder disputar el arcoíris. Por delante, quedaba un exiguo grupo de treinta corredores. No obstante, en la llegada no hubo discusión. La selección italiana trabajó muy bien durante los últimos dos kilómetros y no permitió que nadie obstaculizara su avance. Conformado una bala azul imparable, los transalpinos llevaron a Cipollini hasta la recta de meta, de unos trescientos metros, en clara franquicia.

El resto fue una auténtica exhibición. Mario, desplegó sus enormes cualidades y venció con una suficiencia extrema al australiano McEwen y al alemán Zabel que, en realidad, jamás tuvieron ninguna oportunidad de poder batirle al sprinter italiano. Fue una de las pocas ocasiones en las que, quizá, por las especialidades del trazado, Italia funcionó como un mecanismo perfectamente engrasado, focalizando todo el esfuerzo en la triunfo de su hombre de referencia. Un Mundial atípico, con todo.

Quedará para la memoria que la jornada fue concluida por 168 ciclistas, la cifra más alta, hasta la fecha, de todas las épocas. Un dato suficientemente representativo. Asimismo, fue el Mundial más rápido de la historia, a una espeluznante media de 46,5 kilómetros por hora.

Para Cipollini, fue el cierre a una buena temporada en la que se impuso en seis etapas del Giro (alzándose con el maillot verde), en otras tres en la Vuelta, en la Milan-San Remo, en la Gante-Wevelgem, en una etapa del Tour del Mediterráneo y en otra de Tirreno-Adriático.

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