El afrancesamiento del ciclismo español

Carlos Rodríguez © Ineos

Jorge Matesanz / Ciclo 21

En este 2025 que nos ocupa, el ciclismo francés cumple nada menos que cuarenta años sin vencer el Tour de Francia, la considerada mejor carrera del mundo. Un dato elocuente y un baremo excepcional para situar en qué estado de forma se encuentra una federación, un ciclismo, un país. El español, por su parte, alcanza ya los dieciséis, cifra aún bastante lejana de las cuatro decenas, pero con color de aumentar sensiblemente durante los próximos tiempos, pues la sensación es que la bandera española tardará en izarse sobre los Campos Elíseos. 

Un apagón que alcanza a los triunfos de etapa, donde los ciclistas españoles empiezan a flaquear de forma preocupante. Es más, cobra sentido, dada la drástica reducción de ciclistas participantes en la ronda gala, que cada año sea más complicado que un ciclista con bandera española en el pasaporte arranque algún éxito concreto de Francia. Conclusión: ni maillot amarillo, ni podio, ni top ten, ni etapas, ni maillots secundarios, ni prácticamente presencia más allá de individualismos. Y no existe perspectiva alguna de que algo vaya a variar en un futuro cercano. 

Si lo ampliamos a las tres Grandes Vueltas, España arrastra una sequía de diez años inédita en su historia. Francia duplica esa cifra, pero el paralelismo, por mucho que parezca matizable, empieza a ser preocupante. Cuando asoma un ciclista que parece capaz de traernos a tiempos pasados y mejores, la presión y el ansia acaban por hacer mella y cortarle las alas. La prensa francesa ha sido en cierta medida responsable de tumbar grandes talentos por la gran altitud del listón, trajes que los ciclistas en cuestión no supieron (o pudieron) llenar. Los zapatos de Hinault son demasiado grandes. En ese particular baile de Cenicientas, España se encuentra inmerso, intentando colocar el zapato a cada príncipe que regala un par de pedaladas buenas. 

La diferencia sustancial es que, por el camino, Francia va acumulando talento, lo va posicionando en las mejores carreras porque ha sabido resguardarse de la tormenta y ostenta un enorme escaparate, con varios equipos en la élite que al menos garantiza que muchos ciclistas galos se van a encontrar en el área pequeña para encontrar remate. Sí, después la circunstancia manda. Pero estar, están. España, en cambio, fía todo a Movistar, el único peón vivo en el intrincado ajedrez del World Tour. Lo demás, equipos de segunda fila que no tienen opción de crecimiento, pues las primeras espadas de estos pasan a ser segundas (o terceras) en el equipo de mayor nivel, a modo de cantera surtidora de talento. 

Después viene el daño del clickbait y los titulares populistas, apocalípticos o los análisis (¿los hay?) de autoengaño. ¿Que Carlos Rodríguez -pronta recuperación- no está cumpliendo las expectativas? ¿Por qué no decirlo? ¿Que Juan Ayuso se ha equivocado? ¿Por qué no analizarlo y exponerlo? ¿Que la carrera e imagen de Enric Mas se ha consumido de una forma absurda? ¿Por qué no argumentarlo y razonarlo con los protagonistas? Todos estos entresijos estarían bien ocultos de existir esa figura que capitalizase todos los dardos, un sol que se echase a la espalda todas las miradas y que hubiese permitido crecer a la sombra a todos estos talentos a ratos amados, a ratos cuestionados. Lejos de la ilusión que por momentos genera Mikel Landa o la esperanza que mueve Iván Romeo, el ciclismo español se encuentra en un cruce de caminos del que nadie sabe cómo logrará escapar. España recuerda a la Francia de Sandy Casar, de Sylvain Chavanel, de David Moncoutié, de Warren Barguil, incluso de Thibaut Pinot (veremos en qué queda Vauquelin), con la salvedad de que todos ellos han sabido reinventarse, seleccionar otras narrativas y brillar hacia la escritura de muy bonitas historias. 

En la vertiente sur de los Pirineos solo ha habido empecinamiento con unas promesas que en muchos casos han sido imposibles para los protagonistas. ¿Hasta qué punto ha sido positivo estrellar a Enric Mas contra la general del Tour? Después, como en muchos otros ámbitos, el necio mira al dedo en lugar de adónde apunta (a veces, con razón, en otras como bomba de humo). 

Sí, en los confines asoman las torres de Paul Seixas y Pablo Torres, las nuevas ilusiones por venir en esta cinta transportadora que es el paso del tiempo. Podrán tener personalidad, las ideas claras y un porvenir excelso. El problema viene del entorno, donde las decisiones persiguen las melodías de otros intereses. Si añadimos la juventud, cada vez mayor, y la profesionalización de la figura del representante, tenemos en camino decisiones poco acertadas en el largo plazo, sin permitir esos periodos de calma y reposo que hacen crecer los talentos como los bizcochos. En cambio, todo aquí y ahora, no sea que la vaca de los litros de oro acabe por pasar de moda, por bajarse de la cresta de la ola, esa que personas tan jóvenes no saben surfear en solitario. 

Francia tiene otra suerte, y es tener al Tour de su lado. Es el mejor escaparate y la ayuda visible a que las estructuras galas se asienten es una bendición para su ciclismo. En España está la Vuelta, sí, pero la orientación hacia evento internacional (no es casualidad que hayan arrancado la palabra España del título de la carrera) hace que el producto español acabe por estorbar, ya que los huecos están limitados. Ya de por sí la organización se desvincula de cualquier responsabilidad sobre el ciclismo español, y mira que le han hecho bien, orgullosos, en el pasado. El Tour, en cambio, parte de la celebración de lo francés, de la cultura trabajada durante más de un siglo para alcanzar esa representatividad. Y de ella bebe claramente, y por fortuna, el ciclismo francés. 

Sí, después están las casualidades cósmicas, las generaciones. Pero esos términos no dejan en buen lugar a las instituciones que deberían velar por el interés de sus representados. El resultado es un ciclismo español inseguro, sin definición, dando vueltas en redondo, a merced de que entre la melancolía de atardeceres pasados asome un genio puntual. Vamos, como el francés en toda esta travesía del desierto que parece recordar más a pasajes bíblicos que a una etapa ciclista. Con la sutil e importante diferencia de que, con mayor o menor acierto, la carne del ciclismo francés está toda en el asador a nivel de organización, estructura y exposición. España en eso está a años luz. Francia supo transicionar una época oscura y España la dejó cerrada y abierta por igual. Por eso, porque las instituciones tomaron el timón y diseñaron un plan, el ciclismo francés tiene y tendrá presencia. El español, por la carencia evidente de cimientos, acabará como una Torre de Pisa que acabará por besar la lona si nadie empieza ya a buscar soluciones al desastre. De la casualidad cósmica al jardinero cósmico. 

Un comentario

  1. Siempre un gustazo leer a este señor

Comentar

Su dirección de correo electrónico no será publicada.Los campos necesarios están marcados *

*