Las espinitas clavadas de Peter Sagan

Sagan y su caballito en meta / Foto oficial

Sagan y su caballito en Wevelgem

En el ciclismo hay dos tipos de competidores, un poco como en la vida. Están los sufridos abuelos que granjean la fama grano a grano, día a día. Condicionan su ser a un objetivo lejano, extraño, se confían al trabajo serio, metódico, casi esclavo pero un día llegan al objeto de su deseo y dicen: “Mereció la pena”. El ciclismo, deporte agonístico, de fondo y desgaste. Actividad dura como pocas, sufrida y sacrificada, que deja cicatrices en piernas y clavícula, pero también en el alma y en lo más profundo de tu ser. El ciclismo está plagado de esos abnegados abuelitos que estrujan la gloria tras “toda una vida”.

Pero ocurre que cada cierto tiempo centellea alguien, algo, inesperado e impropio de este circo de calamidades y silíceos. Corredores con tez de niño y sonrisa ingenua. Ciclistas no convencionales en esencia, aunque trabajadores y concienzudos en apariencia. Ciclistas como Peter Sagan, aguerridos y sesudos, pero revestidos de don y aureola, con facilidad para el triunfo, para liarla, para no pasar desapercibido.

¿Cómo analizar el cuarto año de Peter Sagan? ¿Cómo ser ecuánime? ¿Cómo dimensionar sus logros, sus éxitos, sus podios, sus no pocas segundas plazas? Si no sentamos fríamente y vemos quién es, y cuánto hace que nació tendremos una medida coherente. Hasta el año pasado Peter Sagan podría haber competido con licencia de sub 23. Nacido en 1990 cuando Greg Lemond ganaba su tercer Tour embutido en su arco iris, cuando Miguel Indurain explotaba en Luz Ardiden, esos días de sofocante verano de nueva década, Peter Sagan no gateaba y posiblemente empezara a dormir ocho horas seguidas.

Artículo completo de y en Joan Seguidor

Comentar

Su dirección de correo electrónico no será publicada.Los campos necesarios están marcados *

*