Las hojas muertas en la mano de Bartali

Coppi y Bartali © Joan Seguidor

Coppi y Bartali © Joan Seguidor

Qué grande es Italia. Rara vez me he disimulado tal apreciación. Antes del Mundial el amigo milanés Alberto Celani escribió esta pieza sobre Purito Rodríguez y las admiraciones que despierta en el público transalpino. Hablaba Alberto del carácter casi santoral que rodea al italiano en lo que respecta al ciclismo. Mencionaba santuarios, cultura, mitos, leyenda…

Y en estas que en Il Lombardía el pelotón vuelve a pasar por enfrente de su patrona, la Madonna di Ghisallo, cuya ermita repica campanas cuando el pelotón la frecuenta. Ghisallo es a Lombardia lo que Arenberg a Roubaix o el Poggio a San Remo. Son emblemas, cuñas, auténticas franquicias con cuyo nombre algunos comercian. Y por qué, pues por que la carrera que marca la hibernación del pelotón y su otoño competitivo la frecuenta hasta el punto de encumbrarla a meca de todo aquel que sobre dos ruedas quiera ser algo. Con Pio XII se hizo una especie de peregrinación olímpica desde Roma hasta el lugar próximo al lago de Como en el que sus dos últimos relevistas fueron Gino Bartali y Fausto Coppi.

Y es que la figura de Gino Bartali nos va de perlas para unir lo que era el ciclismo hace unos días, celebrado y llorado en Florencia, y lo que este fin de semana, un deambular por las colinas lombardas. Bartali, el monje, fue un hombre de carácter religioso que se llevaban los diablos cuando competía. Bartali era toscano. Creció en medio de esa maravilla mundial que es el callejero florentino. Aquí conoció el gusto por la vida, el arte. En el esbirros del Ponte Vecchio, que milagrosamente se salvó de la ocupación nazi, se enamoró y subiendo a Moccoli con su hermano Giuliano se prendó de la bicicleta.

Artículo completo de y en Joan Seguidor

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