Les Arcs 1996: el Indurain más humano

Ángel Olmedo Jiménez / Ciclo 21

No dejamos de ser niños, por mucho que crezcamos. En nuestro interior se conserva esa ilusión que nos permite entronizar a nuestros mitos, cantar sus gestas, engrandecer sus desafíos, recordarlos durante años y transmitirlos a las generaciones más jóvenes. Sin embargo, y como paralelo inevitable, el ser humano, incluso los más grandes campeones, cuentan con su momento de debilidad, ese instante en que nos revelan la finitud de su condición y que, en gran parte de las ocasiones, torna en tanto o más épico que sus más preciadas victorias.

El hombre que hoy nos ocupa, Miguel Indurain Larraya (Villava, 1964), es el profesional ciclista español con el palmarés más relevante de la historia (cinco Tours, dos Giros, un Campeonato del Mundo contra el reloj, oro olímpico en la misma disciplina en Atlanta 1996, dos platas y un bronce en los Mundiales en ruta, campeón nacional en 1992, vencedor de la Clásica de San Sebastián de 1990, segundo en la Vuelta a España de 1991, dos veces vencedor de la París-Niza y de la Dauphiné-Liberé y tres de la Volta a Catalunya. Además, aunque posteriormente le fuera invalidado, situó el récord de la hora en la estratosférica marca de 53 kilómetros y 40 metros en Burdeos).

La tarde del 6 de julio de 1996, los adultos (y no tan adultos) españoles que se disponían frente al televisor para visionar la séptima etapa del Tour de Francia, primera de alta montaña (199 kilómetros, entre Chambery y Les Arcs), en la que se esperaba que el villavés diera un nuevo golpe de autoridad en la carrera, sufrieron un envejecimiento súbito, un indefendible directo al mentón que les dirigió a la lona y les despertó de un sueño (el de la consecución del sexto Tour consecutivo [cifra nunca antes alcanzada]).

Empujado por un aficionado

Empujado por un aficionado

Es cierto que nuestro protagonista ya había sufrido, durante su reinado, dos momentos de gran dureza. El primero en el Tour de 1992 en Sestriere, donde otra pájara le dejó prácticamente fuera de combate (perdiendo un minuto y cuarenta y cinco segundos con Chiappucci). Y el segundo, mucho más doloroso, en el Giro de Italia de 1994, cuando en el Vallico de Santa Cristina, una tachuela, antes de llegar a Aprica, en la que Miguel sucumbió, arrastrando con él sus opciones para evitar que un jovencísimo ruso de la Gewiss, Berzin, se coronara campeón de la corsa rosa.

En cualquier caso, en ambos supuestos, la demostración de realidad no fue tan extrema como en Les Arcs. En esa cima alpina, de tan ingrato recuerdo, el tiempo comenzó a marcar un cambio en su continuum, un viraje de irremediable seguimiento (no volveríamos a ver a nuestro héroe cubierto, en competición, por la túnica amarilla).

Volviendo a aquel verano de 1996, Indurain se presentaba como el principal favorito a alzarse con una nueva victoria en la general final, máxime porque había vencido en el Dauphiné (imponiéndose al suizo Tony Rominger y al francés Richard Virenque), piedra de toque inexcusable y que sirve de fiel reflejo de la forma y aspiraciones de los principales candidatos a la gloria en París.

El clima era uno de los mayores miedos en el entorno del Banesto, pues se anunciaba una climatología cambiante y no se descartaba la presencia de precipitaciones e, incluso, nieve durante la jornada. Un día que transitaba por los míticos altos de La Madeleine, el Cornet de Roselend y la ascensión a Les Arcs. Y fue la meteorología la que derrumbó al navarro. Llovió (sin piedad) en las dos primeras ascensiones y, de súbito, en Les Arcs, el sol se levantó, imperial.

A falta de algo más de tres kilómetros para meta, y cuando la toma aérea del helicóptero aún no daba razón del drama, Indurain se comienza a descolgar del grupo cabecero. Su pedalear es continuo, pero sus fuerzas no sirven para impulsar la bicicleta. No pierde su figura, no se desmadeja, pero el ascenso y descenso de sus piernas parece resultar inoperativo para que la máquina se vea propulsada ladera arriba. En un determinado momento, ante la estupefacción generalizada, Indurain, con los manguitos negros enrollados junto a las muñecas y los chubasqueros asomándole por los bolsillos traseros del maillot, se vuelve buscando el apoyo del coche de su equipo, pidiendo que le asista. Levanta su brazo derecho y hace un gesto inequívoco reclamando bebida (poco antes, el danés de TVM Bo Hamburger, que venía rezagado le había superado como una estela).

Leblanc fugado

Leblanc fugado

El vehículo de Banesto tardaba en llegar, el de la ONCE le adelantó sin apenas atender su nueva súplica (esta vez mano derecha) de bebida, y, apiadándose del via crucis del navarro, el coche de la Gewiss le facilitó un bidón. Miguel lo probó, y lo lanzó contra el suelo. Su desfallecimiento ordenaba a su organismo la inmediata ingesta de sales (no de agua).

Cuando Miguel cazó a un Zülle que daba muestras de un cansancio insalvable, llegaría el coche de Echavarri y Unzué, quien también proveyó al dorsal uno de la carrera de otro bidón (hubo multas tanto para Banesto como para Gewiss, por alimentar con líquido dentro de la zona en que nos estaba permitido y veinte segundos de penalización al ciclista en la general), pero aquellos más de tres mil metros iban a suponer una auténtica tortura para el quíntuple ganador del Tour.

Exhausto, su agonía era seguida por una generación de aficionados que nunca le habían visto herido… el hombre que destronó a LeMond, el que sometió a los Fignon, Bugno, Rominger, Zulle, Chiappucci, Jaskula, Virenque, Alcalá sufría (y de qué modo). En los flancos de la carretera, la estampa de los aficionados era inenarrable, asombrados por un escenario que nadie imaginaba, a la que nadie daba el más mínimo crédito (parecían temerosos de apoyar al navarro, de jalearle… un hombre se acercó y le empujó levemente el sillín, como si estuviera tocando a una deidad, sobrepasando los límites de lo humano).

Mientras, por delante, la etapa se la jugaban los escaladores. El francés de Polti, Luc Leblanc había demarrado y llegaría en primera posición (y en solitario), antecediendo a Rominger y a Luttenberger (que encabezó un grupo con Dufaux, Olano y Virenque). El séptimo de aquella jornada fue el danés de Telekom Bjarne Riis, que sería a la postre el vencedor del Tour (posteriormente confesó que había utilizado sustancias dopantes para mejorar su rendimiento).

Su abandono en la Vuelta

Su abandono en la Vuelta

Miguel concluyó decimosexto, a cuatro minutos y diecinueve segundos del vencedor. Apareció solo, muy fatigado, abandonado a su vacío interior. Unos segundos detrás de él, un alemán llamado Jan Ullrich compareció en meta (acabaría segundo en el Tour [apoyando a Riis] y vencería la edición del siguiente año).

En el pódium, el ruso Berzin (como en Italia en 1994, ¿coincidencias del destino?), se imponía el maillot amarillo, con el mismo tiempo en la general que el Campeón del Mundo y jefe de filas del Mapei, el vasco Abraham Olano. Los periódicos analizaban las opciones de Miguel, su eventual resurrección (pero el propio protagonista aseguraba, más humano que nadie, que el cuerpo no se recupera de un día para otro). No ocurrió (la vuelta del otrora Rey Miguel), y el Tour se nos hizo inusitadamente larguísimo y atormentado. Aquel verano de 1996, quizá malacostumbrados al imperio silencioso de Indurain, la carrera francesa nos parecía un suplicio, una mala pasada, un quebrantamiento de las expectativas generadas.

Indurain no volvió a ganar una grande y tan solo rendiría a su mejor nivel en la crono de los Juegos Olímpicos de Atlanta. Después le obligaron a acudir a la Vuelta, donde se bajó de la bicicleta, para siempre, en la etapa de los Lagos de Covadonga. Era otra derrota, pero ninguna del calado y la profundidad de aquella en Les Arcs. El día en el que nos despertaron de nuestro sueño. La jornada que humanizó al inigualable Miguel Indurain.

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