El ciclismo de Raymond Poulidor

© Téléramá

La opinión de Joan Seguidor

La muerte de Raymond Poulidor sólo podía acontecer en otoño

La muerte de Raymond Poulidor deja huérfano el ciclismo, pero no sólo el actual, su ausencia pesará en la historia, en toda la historia más que centenaria de este deporte que tuvo momentos en los que un ciclista era Dios, la encarnación de los valores de un país, o de la mitad del mismo, un tipo sobre el que se depositaban grandes ilusiones y del que se extraían lecciones de vida.

                             

En ese ciclismo, su ciclismo, Raymond Poulidor era el «Rey Sol». 

La grandeza del Arco del Triunfo, el más grande del mundo, nunca puso escenario a un Tour suyo, pero él pudo considerarse eso, el foco de todas las miradas y el centro de todas las admiraciones.

Lo fue, ya creo que lo fue, hasta el mismo día de su muerte, en el que todo el mundo del ciclismo no le escatima palabras ni elogios.

Por algo será…

A Raymond Poulidor podías acercarte en la salida del Tour, en el village, te firmaba un cartoncito con su foto gentileza del mecenas del maillot jaune que nunca vistió como ciclista y podías hacerle extensiva tu admiración.

Hoy para hablar con su nieto Mathieu, hay que pasar por un laberinto de wasaps y mails con su press manager, con el ruego de entrevistarle sin la certidumbre de que te vaya a atender.

Son ciclismo diferentes, lo sabemos, pero quienes vivimos lo primero y sufrimos lo segundo, extrañamos ese pasado, ese ciclismo de Raymond Poulidor.

Un ciclismo que era de terruño, apegado al lugar, al origen.

Hoy lo llamarían «kilómetro cero», antes era de corazón, virgen, desprovisto de avalorios. 

Un corredor que quemó casi veinte años en la cumbre de todo, también deportiva, porque su fama de «eterno segundón» no hace justicia a un palmarés excelente, pero sobre todo estrella mediática, social.

Porque en la Francia que se buscaba entre las cenizas de la segunda Guerra Mundial, Raymond Poulidor supo mejor que nadie trenzar ese calor popular, la Francia de las provincias y provinciana, la base y sustrato que ayudó a reconstruir el país.

Si el primero era la Francia tradicional, el otro era cosmopolita, extravagante, refinado.

Nunca el ciclismo plasmó dos identidades con tanta perfección, lo había hecho poco antes con el binomio Bartali-Coppi, el primero piadoso y sufrido, el otro entregado a los placeres y la belleza, pero en Poulidor-Anquetil la historia dio una vuelta de tuerca.

El ciclismo de Raymond Poulidor fue escrito con tinta de sacrificio y páginas hechas de lágrimas, no perdiendo nunca la cara a la ruta, incluso cuando las cosas no salían.

Los Tours de Poulidor fueron un prodigio de consistencia pero no le dieron el premio que mereció y aún y así nunca bajó los brazos.

Que la historia, la estadística, no haya puesto un maillot amarillo nunca sobre sus hombros es una de las injusticias que el azar se reservó para el ciclismo.

Pero la vida es así y Raymond nunca perdió la sonrisa ni marchitó su amor por el ciclismo por ello.

Y hoy nos deja un poco más huérfanos, más desconectados de esas raíces, de ese ciclismo que él protagonizó, del que sabemos por vídeos de mala calidad y amarillentas hojas de diario, del que supimos por testimonios directos, como Jaime Mir, cuando tuvimos la suerte de trenzar los vericuetos de su historia, su singular historia…

Si Mir vio en primera persona la complicidad entre Jeanine y Jacques, también vio la convivencia con su enemigo del alma. Al sur de la Normandía, en el Lemosín, la Francia profunda, trabajadora y rural, había nacido Raymond Poulidor, hijo de agricultores, apegado a la tierra y abnegado trabajador. Raymond, también Poupou, no ganó nunca el Tour, pero lo disputó como el que más. Mir lo tuvo siempre claro y así lo apreció: si Poulidor y Anquetil fueran por aceras diferentes, la muchedumbre acudiría a la del viejo Raymond. 

“Poulidor era otro mundo, era un clásico hombre de campo al que todo le iba bien. Era un trozo de pan. Era y es un Dios para Francia. Todos le querían mucho, quizá porque parecía más humilde y eso frente a la aureola de divo Anquetil pesaba mucho. Conviví mucho con él cuando venía a la Escalada a Montjuïc. Sólo quería que le atendiera yo, le generé siempre mucha confianza. Era sensacional, un hombre de campo, todo el rato me llama “Taxy” a secas. Yo le gestionaba el dorsal, le atendía en meta, le llevaba a la estación de tren, al aeropuerto,…”.

Ese era el ciclismo de Raymond Poulidor.

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