La clásica sencillez de Sean Kelly

Con KAS en Roubaix. © Graham Watson

Pocos corredores guardan la admiración eterna que se ganó Sean Kelly

Sean Kelly fue discreto, adusto, trabajador, solitario,… una hormiguita que reinó durante años en un mundo de cocos, en el ocaso de Hinault, la explosión de Fignon, el auge de Lemond, el descubrimiento de Roche.

Fue Sean Kelly, ese rostro irlandés, un trébol de cuatro hojas que sembró fortuna por donde pasaba y ejerció de discreto pero efectivo patrón.

Sean Kelly bebió de dos tiempos, del pasado, mostrando las cicatrices de un deporte que maltrataba los cuerpos y exprimía las mentes.

Un ciclismo que venía de lejos, heroico, sin guantes, desprovisto de artificio en el que el más fuerte ganaba porque sí.

Pero también fue un campeón moderno, imbuido por el legendario Gribaldy en técnicas de entrenamiento que no premiaban la cantidad, nada de seis y siete horas para las grandes clásicas que se metía, por ejemplo, Roger De Vlaeminck, nada de eso, mejor series, calidad, intervalos y esas cosas que por aquel entonces sonaban místicas.

Por eso, quizá por eso, “King Kelly” tardó tanto en explotar, en lograr su primer triunfo importante, ese que te centra en el objetivo de ser una leyenda, objetivo que lograría, vaya sí lograría.

En el Giro de Lombardía de 1983, con 27 años ya a las espaldas, Sean Kelly da cuenta del rival que le privaría de ser campeón del mundo, el entonces joven y recién irisado Greg Lemond, un americano risueño que subía como la espuma y que se definía como la antítesis del irlandés: apegado a la fama, amante del primer plano y artífice de uno de los primeros grandes contratos de la historia del ciclismo.

Pero Kelly siguió a los suyo, bajo la batuta de Gribaldy abrió su época en Roubaix. Al año siguiente demostraba un control total de la situación, saltando a 45 kilómetros de meta junto al belfa Rudy Rosiers, quien sería su sombra hasta el final del día y batiría “sin ambages” en el velódromo.

A los dos años Kelly también formaría parte del grupo noble en “La Pascale” imponiéndose fuera del velódromo a Van der Poel y Dhaenens en medio del malestar de la concurrencia que vio como una marca comercial, La Redoute, se llevó el final de la Roubaix fuera del velódromo y sí enfrente de su sede central, en lo que se consideró la venta del Infierno a manos privadas.

A los pocos días de ganar su primera Roubaix acuñaba su nombre en la decana, en Lieja, cuando ésta acababa abajo, en centro de la ciudad, mucho mejor para él y mucho peor para Claude Criquielion, el ídolo del lugar, el valón que no pudo con Kelly en su casa, porque Kelly era sencillamente mejor en esos recorridos que invitaban a la initimidad y recogimiento que tanto identificaron a un irlandés que repetiría en Lieja a los cuatro años.

Ciclista total, ganador de una gran vuelta, la París-Niza en siete ocasiones, excelso contrarrelojista, sus piernas dieron para otros dos Lombardías, si bien, si hubo una carrera que se le ajustaba a sus hechuras de ciclista total, fue la Milán-San Remo. Ésta cayó de su lado dos veces.

La primera en 1986, desgastando rivales en la Cripressa y rematando en el Poggio, armando el corte con Lemond y Beccia y batiéndolos en la Via Roma.

La segunda en ese descenso suicida hacia San Remo, mejorando las trazadas de Moreno Argentin, primero arriba, donde la cabina, y siendo veloz, mucho más veloz que el mágico italiano.

Ese día fue un día de marzo de 1992, con Kelly barruntando su retirada, apareciendo de la nada, vestido con un horrendo maillot azul y portando un casco incalificable, fue como eso una centella venida del pasado, triunfando en el presente, un ciclista irrepetible que demostró trascender más allá de su periodo natural, los ochenta, como si su imagen quisiera hacerse tan perenne como el cariño que siempre le tuvimos

La opinión de Joan Seguidor

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